La roca imposible
- Pablo Mata Gámez
- 2 mar 2023
- 5 Min. de lectura
Actualizado: 2 feb 2024

Muchos años más tarde, aún en su empeño de dejar una huella que lo sobreviviese, el lutier Auro Montalverde escribía en sus memorias aquello por lo que ganó la fama y acabó por perder la cordura. En la época del suceso, el creador de instrumentos ejercía de alma en pena del pueblo, vagando por sus calles para matar el tiempo hasta su muerte. Había migrado desde el otro lado del horizonte en busca de reconocimiento, para acabar en una aldea que ni sentía ni padecía las inclemencias de la música ilustrada. A su llegada, había armado un taller que con el tiempo acabaría convirtiéndose en tienda y escuela musical, con la perseverancia de evangelizar a los habitantes del lugar con las bondades de la armonía modal.
Auro Montalverde se sintió desfallecer la calurosa tarde que se presentaron seis hombres en su casa, armados y con uniforme, cargaban con ellos un bulto oscuro envuelto en telas. Con la autoridad que habían pegado a la puerta, se introdujeron en la vivienda y ocuparon el comedor. Auro no pudo más que hacer una invitación vana a hechos pasados. Aquel con las medallas más relucientes se presentó como el gobernador de la región, que venía con la intención de hacer un encargo. Dos de los uniformados dieron un paso adelante. Cargaban consigo un enorme bloque enredado en sí mismo.
Dijeron que el material era imposible, que cuando cayó del cielo aún ardía en colores que nunca se habían visto, que aquellos que lo vieron no habían podido cerrar los ojos en varios días, buscando el color en todas partes. Dijeron que aquella piedra se laminaba como madera y percutía como metal.
Mientras el gobernador no escatimaba en palabras sobre el honor que era recibir tal encargo. El corazón de Auro dejó atrás el temor de un desahucio por impago y fantaseo con la oportunidad de que siempre había soñado. Pero tras escuchar la quinta historia sobre los méritos y virtudes de su invitado, el mediano de los Montalverde, que no estaba familiarizado con la raza de político, interrumpió al gobernador con la misma impaciencia que había heredado de su padre y que había hecho matar a su hermano.
—¿Qué quiere de mí entonces?
—Que haga un instrumento para la honra de la patria—replicó el otro
El trato quedó cerrado con un apretón y un presupuesto razonable. El gobernador y su séquito se fueron de la casa dejando el bloque y un cheque con el que habría de cobrar el pago del instrumento. Algo que no se le contó y el mismo Auro no quiso saber, fue la serie de rechazos que habían llevado esa roca a las últimas manos de la cadena. El gobierno había entregado el material al servicio de inteligencia, quienes habían hecho varias pruebas sobre él y lo habían declarado «completamente inútil para el uso militar»; el gremio de escultores devolvió la pieza con algunos rasguños y una carta que juraba que cada cincelada al material hacia templar todos los cinceles del taller y magnetizaba los martillos. En el intento de entregar a la iglesia un elemento de tan extrañas cualidades, se creó un revuelo tan grande que el mismo arzobispo tuvo que intervenir.
—Si ese material lo ha mandado un dios desde el cielo, de seguro no es el nuestro.
Tan pronto como recibió el encargo, el terror existencial que lo había acompañado desde su niñez se disipó como los vapores del mercurio. Auro Montalverde había abierto los ojos aún en el vientre de su madre, y desde ese momento tuvo una certeza que solo se alcanza al dejar atrás la adolescencia, la certeza de que algún día iba a morir. Ese miedo le había perseguido desde entonces y le había hecho correr delante suya. Corría detrás de la gloria, con tal de no dejarse atrapar, dispuesto a dejar todo por alejarse de la realidad de la sepultura. Esa narrativa le había llevado a creer que el destino lo había conducido a aquella aldea remota, que las penurias habían sido una prueba y que los años bajo el abrazo de la depresión habían valido la pena. En los meses que se precedieron recuperó la alegría y la fuerza que tenía a su llegada al país. Cada mañana Auro sentía sus extremidades elevarse de la cama. Se tomaba un café frío que dejaba preparado la noche anterior, se sentaba y trabajaba sin descanso, solo alimentándose al anochecer.
En estos meses los habitantes del pueblo solo veían al lutier los domingos, en su camino a misa y mientras compraba en el mercado, radiando una alegría que parecía contagiar hasta a los animales. Durante el mismo periodo se advirtieron en el pueblo fenómenos de una regularidad y duración casi aleatorias. Algunos martes los gallos cantaban dos horas antes del amanecer, el polvo se negaba a posarse sobre cualquier superficie plana y al menos dos veces por semana el río creaba un nuevo caudal que corría en dirección contraria y del que los animales se negaban a beber. El instrumento acabó por tomar la forma de un contrabajo, de color cárdeno como el material y adornado con oro.
Los últimos dos meses de trabajo Auro Montalverde volvió a aparecer por la vía pública. Se le veía andar al ritmo de las multitudes o el piar de los pájaros; silbar el sonido de las puertas al crujir y golpear su diapasón dorado contra la estatua de la virgen, los hornos de la panadería o las pezuñas de los caballos. Su alegría radiante se había tornado en una concentración disociativa. Seguía afinando aquel contrabajo. Escuchaba su vibración en las noches y justo antes de despertarse. Hasta que un día lo notó. Notó que la vibración era perfecta, exquisita, podía oírla, hablaba para él.
El anuncio no se hizo esperar, el instrumento sería estrenado en el mes de abril, haciéndolo coincidir con el inicio de las ferias patronales. Todo el pueblo se reunió para ver aquel artefacto. El contrabajo parecía emitir el aura de un objeto que había pasado cien años en una buhardilla. Varias de sus partes no estaban conectadas entre sí, si no que flotaban en una imantación inexacta. El gobernador había hecho traer a un intérprete de la capital, el cual acabó tocando con unos zapatos clavados al suelo, con tal de que el temblor del instrumento no lo sacase del escenario.
Aún se referencia en algunas misas el silencio que inundó el pueblo cuando el artista comenzó a tocar. El público apenas si respiraba, los bebés dejaron de llorar y la madera de los árboles dejó de crujir. Pero Auro no conseguía disfrutar del espectáculo, algo parecía fuera de lugar. Eran los sonidos del contrabajo, estos parecían vocalizar en un idioma que no era capaz de entender. La ovación fue tan fuerte que nadie se percató de un hombre que había perdido el conocimiento por falta de aire, todos se volvieron hacia Auro. Quien pálido por un escalofrío que le duró semanas, juró tener la certeza de que el instrumento con su última nota había gesticulado: «memento mori».
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