El bosque antiguo
- Pablo Mata Gámez
- 12 oct 2024
- 4 Min. de lectura

El bosque parecía querer acaparar todo lo que en él había. Los árboles se abrazaban y no existía un camino que recorrer. Dos figuras paseaban.
—Noto que quieres decirme algo— nada — me impresiona que no temas andar por este bosque—insistió el hermano menor, en busca de respuesta.
—Te recuerdo que fui a la guerra, Rafael. No me son extraños los cadáveres ni la muerte.
—Hay más a lo que temer aquí. Y no tienes que recordarme que te fuiste, Miguel.
Silencio.
—No tenía alternativa—dijo el mayor con una súbita necesidad de saber dónde pisaba.
—Otros volvieron.
—No eres el más indicado para exigir responsabilidades. Si alguien ha dado malos ratos a nuestros padres, has sido tú.
—Puede que no haya sido un buen hijo.
—No has sido una buena persona—estalló— a veces habría preferido que estuvieses muerto.
Los ojos del más joven no expresaron la rabia que el mayor esperaba encontrar, la suya propia. Antes de poder enmendar sus palabras un movimiento del follaje puso a ambos en alerta. Emergió frente a ellos una figura humana. Sostenida sobre un esqueleto visible en algunas partes; la carne que quedaba había perdido su identidad. Esta se fusionaba con plantas que hacían de tendones u otras funciones que el cuerpo había perdido.
El menor alzó la voz y el bosque escuchó:
—Hola ¿puedes entenderme?
La criatura levantó su cabeza en respuesta. Bajo las cuencas vacías y de una mandíbula descolgada, nacía una exuberante flor amarillenta; de ella salían cinco estambres que vibraban con un soplo de aire. Pareció captar la voz de Rafael, pero el ser no respondió, no parecía querer más de los hermanos, tan solo percibirlos.
Cuando dejaron atrás al guardián, Miguel rompió el silencio:
—¿Esperabas una respuesta de eso?
—Tan cercano a la linde del bosque, suelen contestar. Algunos aún recuerdan, otros no han olvidado quienes fueron.
—¿Te has adentrado mucho más?
—Apenas, según penetras en el nacimiento del bosque, la corteza de los árboles se oscurece hasta volverse negra y cada vez hay más cadáveres. Algunos, vestidos con ropas de hace siglos.
Los ojos de Miguel desenfocaron hacia sus recuerdos. Recuerdos de un archivo municipal, el olor a almendra añil; preguntas confusas; la actitud reacia de los empleados; aquella anciana que le mostró los documentos. Estos hablaban inscripciones y leyendas sobre un bosque sagrado; pero casi coetáneas a esas inscripciones había encontrado una olvidada canción popular que narraba el desengaño de los antiguos pobladores del lugar. La tonada giraba en torno a un estribillo y una estrofa cambiante, que era muchas veces improvisada y reinventada por los lugareños:
“El viejo bosque tiene
dos normas a cumplir
no levantes un arma,
ni vayas a morir
Si tuvo dios se fue,
vida jamás dio nunca,
si lo intentas quemar
acabarás sin tumba
El viejo bosque tiene
dos normas a cumplir
no levantes un arma,
ni vayas a morir
La loma antes tenía,
dos aldeas vecinas,
ahora tan solo una
y los que el bosque habitan”
—Nunca te he preguntado cómo encontraste el bosque —la voz de su hermano menor lo devolvió por primera vez al presente.
—Fue tras la guerra. A los que perdimos no nos quedó ni la paz; el día que empezaron a preguntar por mí en el pueblo, hui. La gente decía que nadie se atrevía a llevar un arma en el bosque, que era sagrado.
—Sabían las consecuencias.
—No estoy seguro, quizás fuera más una advertencia transmitida. Creo que me da miedo pensar que lo sabían, que sabían lo que les pasaría a aquellos soldados que me perseguían—dijo el mayor con una mueca.
El andar de ambos se hizo más lento. El bosque parecía ser menos ambicioso en sus lindes y algunos claros de luz atravesaban la ancestral arboleda.
—¿Cuánto tiempo ha pasado desde que hablamos por última vez?
—Dos años, no nos hemos visto en casi dos años.
—Miguel, no voy a volver a casa.
—Al menos podrías intentarlo.
—No tengo alternativa.
—No sé qué hablar contigo entonces.
—Dos hermanos, en un bosque precioso. Hablemos de la vida, de las cosas.
—¿Qué has hecho esta mañana?
—He pensado en papá. ¿Cómo está el viejo?
Rafael aún guardaba en su memoria momentos muy nítidos de su vida y su padre era uno de ellos. Todo lo que hizo y no hizo, o no supo hacer. Pero ya no le guardaba rencor, ya no tenía sentido.
—Como lo dejaste—contestó Miguel.
—¿Has pensado en traerlo alguna vez aquí? ¿En lo que diría?
—Él no aguantaría esto.
Un aullido silbante cortó la conversación y se perdió en el cielo. No parecía venir de ninguna parte, como el viento corriendo por un tronco viejo.
—¿Eso ha sido un lobo? —dijo Miguel.
—Lo llaman Vaélico. Le traen ofrendas y lo tratan como a un dios. Pero ese ser no se parece a ningún dios, no a uno de los nuestros. Pero quiero saber de ti ¿qué has estado haciendo?
Miguel respiró hondo antes de contestar.
—Voy a casarme hermano. Voy a tener un hijo — exhalo. Y sus hombros perdieron la tensión.
—¿Tú, casarte? ¿Formar una familia?
—No sin tu bendición, hermano.
—Jajajajajaja, Miguel soy de todo menos un santo, mi bendición enfadaría a cualquier dios al que reces. Aun así, si la quieres, estoy dispuesto a dártela con una condición.
Que no volvamos a vernos.
Un peso cayó del corazón hermano mayor, y a su paso desgarro su pecho con la culpa que provocaba el alivio. Decenas de preguntas cruzaron su mente, pero solo formuló una.
—¿He sido un mal hermano Rafael?
—No , has hecho más de lo que cualquier oveja negra hubiese podido pedir. Pero cada vez es más peligroso, harán preguntas, sabrán quién eres. Y ahora tienes una familia de la que preocuparte.
—Tú eres mi familia, no quiero volver a dejarte atrás.
—Yo ya me fui, hermano. La despedida ha venido después.
Se envolvieron en un abrazo y se mantuvieron en él. Ahí, quietos, el tiempo suficiente para crear un recuerdo.
—Quizás tú no temas a los muertos. Pero yo he visto como, en su demencia, arrastraban a sus seres queridos al corazón del bosque para no estar solos.
Pero Miguel ya no estaba.
Sus piernas recuperaron vigor y su paso se hizo más rápido. En poco llegó al tronco en el que su hermano siempre lo encontraba, donde le habían matado por un ajuste de cuentas.
Y se sentó allí, a pensar.
Hasta que no pudiese hacerlo más.






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