Dos tazas de Té
- Pablo Mata Gámez
- 2 feb 2024
- 3 Min. de lectura

Vine al pueblo a visitar a mi tío abuelo. Tenía recuerdos difusos de él, pero yo era su último familiar con vida desde que a mamá se la llevó el tifus.
Me quedaría unos días, lo suficiente para aliviar la sensación de culpa. No es que se lo hubiese prometido a ella, pero la premonición de estar en la situación del tito me hizo venir. Como si aliviando su soledad, la mía no fuese a ocurrir.
—¡Tito!—así lo llamaba yo—¿Sabía que venía? —pues vi dos tazas de té servidas en su porche.
—No sobrina—así me llamaba él— estaba esperando a alguien más, pero no pasa nada. Siéntate, me parece que no vendrá hoy.
Por no querer molestar, no insistí. Me habían dicho que ya no andaba muy bien de la cabeza, era normal a su edad. Una vecina me había sorprendido antes de llegar al patio, en medio de la calzada:
—¿Sobrina del tito? —preguntó
—¿Es usted familia?
—No, pero se le coge cariño al hombre. Sale todos los días tras el almuerzo con dos tazas. No bebe de ninguna; cuando se enfrían, se mete para dentro.
—¿Cree usted que espera a alguien?
— No sé, nunca hablé con él.
—Tito ¿cómo está usted? — le volví a preguntar la siguiente tarde en el porche.
—Aquí esperándola a ella, hija. Que parece que no llega. Nada déjalo, una pena, sabiendo que te vas pronto le hubiese encantado verte. Estás tan guapa y tan mujer. Aún te recuerdo de niña…
Mientras el tito rememoraba viejos tiempos, el contraste me hizo notar su edad. Su piel llena de manchas, sus temáticas recurrentes, esa actitud de no oír. Siempre había tenido una alegría plomiza, que desgastaba en eventos sociales y recuperaba en soledad. Mi tía abuela cambió eso, ella era una batería constante para el tito. Cuando estaba cerca, él mantenía la sonrisa.
—Será que espera a mi tía abuela, —le había dicho a la vecina— murió hace casi un año ¿sabe?
—Sí.
Al día siguiente, volví a escuchar el ritual de tintineos de mi tío. La vieja porcelana golpeando con la plata gastada de las cucharillas. No hablaba mucho el tito, los años y la falta de la tita lo habían apagado a una versión televisada de él mismo.
—Tito, la tita murió ya –me atreví a decirle mientras salía con la bandeja.
—Sí, a ella, a ella la quiero ver. Pero no la espero, no.
—¿Entonces a quién? —pregunté extrañada.
—A la muerte, sobrina. La he estado viendo, preciosa, con su vestido negro y una larga melena de hollín. La veo por el rabillo del ojo. No debería recordarla, pero lo hago. No me acecha, es paciente. Preparo té para ella, no me gustaría recibirla sin nada que ofrecer. No vaya a dejarme vagando por aquí.
¿Y yo qué iba a decirle? No tenía consuelo que darle. Los días en la casa del tito eran tranquilos y cogí la costumbre de sentarme a escuchar la radio en el sofá que daba al porche, estar fuera con él me dejaba una sensación de vacío. En una de esas tardes, casi en trance tras la hora de comer, noté su peso junto a mis pies en el sofá.
—Tito, se le va a enfriar el té.
— Sí, sobrina. No pude beberlo, me morí antes. Tanto esperar y al final no me dio tiempo ni al té. He venido a despedirme, ella ha sido muy considerada. Me dijo que ya te conocía.
Desde el sofá podía ver la mesa y a mi tío sentado en la silla contraria a la que solía estar. Volví a mirar a mis pies con un escalofrío, mi tío ya no estaba. Me levanté de un brinco y abrí la puerta. Mi tío estaba en su silla, en la de siempre. La otra estaba vacía, igual que la taza de té. La taza del tito tibia, como su cuerpo.
Pregunté por la vecina en el pueblo para darle la noticia, pues nunca me dio su dirección. Nadie parecía saber de ella. Quizás esto fuese mi culpa, pues fui incapaz de dar una descripción. No tenía recuerdo de su cara, si no de nuestra conversación. Solo algunas ancianas hicieron una leve mueca de reconocimiento, antes de menear la cabeza negando, sacudiendo posibles encuentros con la dama.
Así que agarré las maletas y me fui por donde había venido. Ese pueblo no era el mío y mi tito ya no estaba.






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