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Amitis

  • Foto del escritor: Pablo Mata Gámez
    Pablo Mata Gámez
  • 17 feb 2022
  • 4 Min. de lectura

Actualizado: 1 feb 2024


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El sonido de un arpa de Ur retumbaba aún en campo abierto. En la ribera, la pequeña villa se erigía en paredes de adobe. Sus únicas edificaciones, la casa principal y un panteón. En él reposarían sus huesos en su viaje al Irkalla.


Pero aún le quedaba vida y podía escuchar a sus nietas jugar fuera. Dejó de atender la cocina y fue a verlas desde el jardín superior. Junto a la orilla del afluente, una construía el templo Etemenanki usando barro arcilloso. Luego, la otra lo destruía, como si de un dios vengativo se tratase, intercambiando sus papeles para mantener vivo el juego y el mito.


La vivienda era de firmes cimientos y se levantaba en tres alturas, cosa poco usual. Unas escaleras rectas y rugosas partían el edificio por la mitad.


La parte izquierda hacía de hogar, dos plantas internas. Espacio más que suficiente tanto para el servicio como para ella. El primer piso de la derecha era un almacén para víveres y herramientas. El segundo y tercer nivel, en forma de zigurat, lo colmaban distintos árboles, arbustos y flores traídos de lugares lejanos.


Los ibis descendían sobre la ría mientras las niñas construían, los mismos volvían a alzar el vuelo cuando ellas explotaban en carcajadas y gritos. No era una vida de la que se arrepintiese. Su origen no era de sol y arena, si no de exuberantes montañas y albedrío. Dejó todo aquello cuando era joven, lo dejó por alguien a quien debía amar. Ahora, anciana, aprecia una vida que no eligió.

Llamó a los criados a preparar el baño. Cuando estuvo segura de que no la observaban tomó la vasija para regar el nuevo injerto de palmera. Nadie iba a decirle que no podía cuidar sus propias plantas.


Aupó la cerámica y la inclinó para verter el agua. Le faltaban algunas macetas, la barcaza había llegado esta misma mañana con ellas. Asumiendo que debían seguir abajo se asomó a comprobarlo. Ya avistadas, la altura le produjo una nausea bamboleante. Intentó echar su cuerpo hacia atrás, aunque el suelo parecía acercarse en vez de alejarse.


Despertó de un traspié, como si estuviera cayendo. De nuevo dormida en la cocina; estaba demasiado cansada estas semanas. Apenas le llegaban las horas para descansar, hacer los arreglos de la nueva casa y cuidar de sus hijas. Oyó sus risas a través del cristal y abrió la ventana del porche. Desde allí podía ver cómo las niñas jugaban en el césped. Gracias a Dios que les había comprado ese mastín. El precio del perro, el chip, la comida y el entrenador habían valido la pena solo para que las mellizas estuvieran entretenidas con algo más que no fuese ella.


Su pareja apenas estaba; tanto viaje, tanta conquista de nuevos negocios y de padre hacía poco. Él le había construido un invernadero maravilloso y ella lo disfrutaba pese a que sabía que era un intento de compensar sus faltas. Aprovechando la energía ilimitada de un cachorro, escapó al vergel. Allí, entre vigas, cristal y tallos, se sentía de la realeza. Abonó la datilera, regó el azahar y la dama de noche y enderezó las peonías.


De camino a arreglar la costilla de Adán, notó la fatiga. El calor del verano hacía estragos en ella este año, se notaba pesada y flácida. Con el ímpetu de una madre siguió su recorrido, pero la presión en la frente y la sensación de mareo le obligaron a sentarse. Se sumergió de nuevo en su ensoñación y, en un parpadeo, sus manos estaban tostadas por el sol. Está en el suelo, ha caído del jardín prominente y se ha golpeado la cabeza —«Hay que ver lo que afecta lo que lo que sentimos a nuestros sueños» — piensa antes de perder la doble consciencia.


Gritos en acadio, le cuesta pensar, las ideas cruzan fugaces su mente ¿quién es ella? ¿Qué hace aquí? ¿Quién es esta gente? Las codornices empiezan a piar entre los gritos, se acercan manos que la incorporan. Erguida puede ver el mausoleo de piedra roma y preciosa decoración. ¿De quién será? Parece de alguien importante, puede distinguir un escrito en una de las paredes. Nota que todas las respuestas que busca están allí. Pero sus ojos se nublan antes de encontrar a quien pertenece la estructura.


Despierta con el pitido del microondas gris, puede ver humo salir. Se le ha quemado el almuerzo, no debió haberlo puesto en grill. No consigue concentrarse en el ahora.


¿Qué pone en la piedra? No puede pensar con tanta gente hablándole y el pitido de los pájaros. Necesita saber de quién es el mausoleo ¿por qué están todos en medio? Achica sus ojos, pero sus párpados no frenan y vuelve a la oscuridad.


Pía sin parar el maldito cacharro. Vuelve a estar en el invernadero. Intenta gritar el nombre de su hija para avisarla, la voz solo le alcanza para un quejido antes del vahído.


Llegan más manos que le tapan la vista, estorban ¿Por qué no puede entender la escritura? Hace un último esfuerzo antes de volver a perderse a sí misma.


Toma aire; solo es un golpe de calor y una comida estropeada. Da igual, ya lo arreglará, ahora necesita descansar un poco.


Cerró los ojos, incapaz de distinguir que el sueño era ser aquella mujer con plantas en una estructura que jamás había visto y un mecanismo que cocinaba solo. Ella era la anciana que cayó desde su lujosa vivienda, cuyo mausoleo personal estaba adornado en oro y lapislázuli. Ambas con una pareja ausente que las colmaba de regalos, dos niñas que cuidar y un jardín que era su dedicación. Pero una afrontó la muerte y la otra el olvido.


Se durmió para siempre sin saber que esa era su tumba, la tumba de Amitis de Media, reina de Babilonia.


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